Me
dormí entre las olas del mar y la espuma de tu boca. Ya no recuerdo la última vez
que estuve en la playa, ni la última vez que toque la arena, únicamente
recuerdo al imperioso sol que comía de tus mejillas y brincaba escurriéndose
por tus senos traviesos. Mis orines olían a maple y sabían a ginger-ale.
Padezco de espasmos famélicos, desde aquella tarde con ictericia en la que
optaste por abofetearme con el guante negro. Soy ahora un indigente que vive
sus horas, tan costosas, devorando los ocasos y lamiendo las botas de la sucia
caridad. Todo porque en algún tiempo, que por fortuna no viene a mención en
estos helados momentos, osé voltear mi cacerola al techo y dejarme arrastrar
por sus insolentes fulgores. Sólo un común y ordinario día de sol, segundos en
los que tropezaste con los cristales opacos, renuentes de ser pulidos al
fresco, un atisbo de las llamas fue la abstracción inusitada del nuevo Oriente,
que con sobrada presunción va acuñando los vientos apremiantes de la seductora
y matinal bienvenida. Fue en ese instante cuando pensé: todo poeta rompe
relojes y estrangula volúmenes. Un hacha condenó a los primeros astillándolos y
dejándoles inservibles, fui un dios que derrotó al tiempo, el segundo fue
todavía más complicado, o parecía serlo. Tomé una pajilla y succioné todo
cuanto pude a mi alrededor. Cuando percibí que había sido en vano mi intento
vino a mi agotada mente una chispa producto de un corto circuito, yo era el
tiempo y el espacio, sencillo y conmovedor mi pensamiento. Es el proletario la
fuerza de trabajo, y el escritor el arquitecto de la realidad y la ficción,
pero un obrero también, diseña y construye a la vez. Mi primera actividad antes
de cumplir mi añoro era comerme, y tal vez mediante un incipiente canibalismo
en algún segundo arribaría a un reino aún más paradisíaco y estridente que
éste. Así que decidí morderme los labios y prender desquiciadamente mi habitación,
me gusta la carne termino medio, con la boca echa un ojo de agua pensé. Tu
sonreías, sentada en el sillón de piel de búfalo, movías para un lado y otro
tus escuálidas piernas, y con un sarcasmo hiriente me veías morir. Mientras,
veía reflejada sobre tu rostro bello y pueril la incandescencia de mi destino.
No obstante yo sabía que estaría intacto después de tremenda destrucción, aún
así saltabas de felicidad, y desenfrenada te filtraste por la ventana. Tu afán
te ayudó a no desfallecer y quedar oprimida en el césped. Te crecieron alas de
gaviota, y no viraste hacia atrás, la fundición obtuvo la victoria, lograste
tomar por el pescuezo a Alfa Centauri. Esa valentía te permitió trascender
entre las dulces maravillas que cubrieron con miel tu espalda, yo jamás podría
volver a recorrer con mi lengua esas regiones. Mi sol es gris, mi luna tiene
aroma a cañería y en lugar de escuchar los trinos de los canarios, entran por
mis oídos los gritos de las gatas en celo. Vienen de vez en cuando las ratas a
visitarme, y yo decentemente les cierro
el portón en sus narices, me inyecto mercurio mientras descanso en la mecedora
de la cría de un antílope. Lloro ácido clorhídrico por las tardes mientras
observó salir al rey, quien con su corona mal puesta y ese estómago que parece
haber albergado a todo su séquito durante cien años, se tambalea y camina a un
paso lento y falseando cada avance. Al ocurrírsele hablar con algún súbdito
cancela toda sequía puesto que se le escurre de entre las pútridas muelas un
aceite mezclado con hiel y agua de mar. Todos somos megalómanos, menos él claro
está, el gobierno sólo ve pequeñeces cuando se eleva a alturas fantásticas y
repletas de engaño. Inunda así nuestros hogares, si a éstos se les puede
nombrar así. Terminas al día siguiente recostado sobre un polvo granuloso,
escuchando el oleaje de tu saliva, y bañado de la claridad celeste. Desde ese
lugar escarbo un agujero, llegó al humilde estanque de mis memorias y
recapitulo: Soy un analfabeta en un
mundo de alegres composiciones.
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